Como le escribía a un buen amigo, esta semana me ha vuelto a sobrevenir un sentimiento de desesperanza y una falta de motivación, debidas a la desidia con la que se hacen las cosas en el trabajo.
Caminar entre el barro -por no utilizar otro símil peor- del trabajo resultante de otros, me ha ayudado a sentirme así.
Aunque sé de buena tinta, que no es lo externo lo que me lleva a ese estado, sino exclusivamente mis pensamientos, mi propia mente. Como bien lo señala mucha de la literatura que he leído durante este último año.
Todas estas reflexiones me han llevado a plantearme qué considero una persona optimista y una persona pesimista.
He atravesado un estado pesimista, fundamentalmente porque he perdido la esperanza.
De repente se cierran todas las puertas, o al menos eso creo, en esos momentos de sombra.
Y esa es la clave.
Encerrarse y creer que no hay salida.
Cuando está lleno de aberturas, de ventanas y de puertas.
Solo hay que retirar el velo de la desesperanza y abrir los ojos.
Y profundizando un poco más, creo que por debajo de esto, hay una verdad más grande.
Hoy hablé con mi primo, y le planteé una pregunta similar a esta que suelo hacer a veces:
“¿Crees en la paz entre los hombres?”
Su respuesta, parecida a esta, fue clara y tajante:
“No. Y ponte a esperar.”
Ser optimista universal es creer en el ser humano.
Ser pesimista es justo lo contrario.
Soy optimista universal por naturaleza, y si en algún momento me nubla la desesperanza del mundo, y solo veo la sombra, espero no tardar mucho en volver a ver la luz de la que estamos todos hechos y el Universo en sí mismo.